Por Barbara Sarrionandia
La inteligencia artificial ya no es un futurible: está en las redacciones, en las plataformas que usamos a diario y en los debates sobre cómo consumimos información. Y con su llegada surge una pregunta incómoda: ¿a quién creemos más cuando se trata de verificar una noticia, a un periodista o a una máquina?
Un estudio de la Universidad Pompeu Fabra, realizado a partir de una encuesta a más de 2.000 personas en todo el Estado, arroja un dato contundente: el 83 % de los españoles confía más en un periodista que en la IA para verificar noticias. Sin embargo, casi un 40 % percibe a la inteligencia artificial como más neutral que los propios profesionales. La paradoja es clara: el público prefiere la voz humana, aunque desconfíe de sus sesgos, y ve a la IA como imparcial, aunque no le otorgue la misma credibilidad.
No es casual. Los medios arrastran una crisis de confianza que erosiona la relación con sus audiencias. Muchos ciudadanos creen que los periodistas están condicionados por intereses políticos, económicos o ideológicos. Frente a esa percepción, la IA aparece como un ente frío, sin emociones ni filiaciones. Pero ese aire de neutralidad es engañoso: los algoritmos también se entrenan con datos sesgados y reproducen, aunque de forma más invisible, las mismas distorsiones que criticamos en los humanos.
Lo interesante es cómo la ciudadanía responde a escenarios mixtos. Según el mismo estudio, un 40 % se siente cómodo con noticias producidas por IA y supervisadas por periodistas, mientras que solo un 31 % aceptaría lo contrario: información redactada por humanos y revisada por máquinas. La lección es clara: la sociedad ve sentido en la colaboración, pero exige que la última palabra siga siendo humana.
Ahí reside la clave del debate. La inteligencia artificial puede acelerar procesos, ayudar a traducir, resumir o generar material complementario. Pero carece de lo esencial: empatía, contexto y responsabilidad. Un periodista puede equivocarse, sí, pero también puede rectificar, dar la cara y explicar sus decisiones. Una máquina, en cambio, solo devuelve lo que ha aprendido, sin hacerse nunca cargo de las consecuencias.
En una época en la que la desinformación circula más rápido que los hechos, el periodismo necesita recuperar su valor diferencial: no la velocidad, sino la credibilidad. Y la IA, bien usada, puede reforzar ese papel. Pero no debe confundirse la herramienta con el oficio. La noticia puede apoyarse en algoritmos, pero lo que la legitima sigue siendo la mirada y la ética humanas. Porque la verdad, al final, no se genera: se contrasta y se cuenta.