Durante la huelga de SAG-AFTRA en 2023 ya se intuía el conflicto: los estudios querían escanear a figurantes por un día y reutilizar su imagen “para siempre” sin compensación adicional. Aquello se detuvo —al menos en parte— con el acuerdo firmado en noviembre de ese mismo año, que exigía consentimiento explícito, pago y límites al uso de dobles digitales. Pero 2025 ha demostrado que el problema no sólo no ha desaparecido: se ha sofisticado.
En los últimos meses, varios estudios estadounidenses han avanzado un paso más allá, creando actores digitales permanentes, modelos hiperrealistas basados en rostros sintéticos o combinados, diseñados para interpretar roles secundarios, reemplazar extras o cubrir escenas de riesgo. Aunque no se han revelado cifras totales, Variety y The Hollywood Reporter han documentado al menos cuatro producciones en 2025 que han incluido personajes sintéticos continuos, no puntuales. Y aquí estalla la pregunta incómoda: si el actor no es una persona, sino un archivo infinitamente reutilizable, ¿Qué significa actuar?
Los sindicatos lo observan con preocupación. SAG-AFTRA ha advertido que, aunque el acuerdo de 2023 protege los escaneos de personas reales, no regula la creación de identidades completamente artificiales, capaces de ocupar nichos laborales enteros: figuración, dobles de riesgo, voces menores, personajes secundarios que no requieren fama previa. Es el mismo debate que ya vive la animación digital, pero ahora llevado al territorio más sagrado de Hollywood: el realismo.
La tecnología no es nueva —Rogue One (2016) ya resucitó digitalmente a Peter Cushing, y The Irishman (2019) rejuveneció a De Niro y compañía—, pero lo que ha cambiado es la escala industrial. Hoy, empresas como Metaphysic, Digital Domain o Unreal Engine MetaHumans pueden generar un rostro en minutos y animarlo con precisión submilimétrica. Según un informe de PwC de 2024, el mercado global de “digital humans” ya supera los 35.000 millones de dólares, con proyección de crecimiento del 40% anual en la industria del entretenimiento y la publicidad.
La pregunta es: ¿qué se pierde y qué se gana? Desde el punto de vista de los estudios, la respuesta es clara: control. Un actor digital no enferma, no exige un aumento, no se queja de las jornadas, no pertenece a ningún sindicato. Y, sobre todo, puede ser remodelado infinitas veces sin coste emocional ni ético aparente. Es la lógica del contenido industrial: si todo puede producirse más rápido y más barato, ¿por qué no intentarlo?
Pero la otra cara es más inquietante. Si Hollywood empieza a poblar sus ficciones con humanos inexistentes, la relación espectador-intérprete se transforma. La actuación deja de ser un encuentro entre vulnerabilidades humanas y se convierte en un ajuste paramétrico. El arte del error, del temblor, del matiz, se sustituye por una estética perfecta pero vacía, donde cada gesto ha sido optimizado por algoritmos.
Y luego está el dilema jurídico: durante décadas, el “derecho a la propia imagen” se ha entendido como una protección frente al uso no consentido del rostro de una persona real. Pero ¿qué ocurre cuando el rostro es inventado pero demasiado parecido a alguien que existe? El litigio de Scarlett Johansson vs. empresa de chatbots en 2024 —por un clon vocal “demasiado reconocible”— fue un aviso: incluso cuando la copia no es exacta, puede violar la identidad cultural o comercial de un individuo. En 2025, los sindicatos temen un escenario en el que modelos sintéticos acaben desplazando a personas sin vulnerar técnicamente ninguna ley, porque “no están basados en nadie”.
La cuestión de fondo, sin embargo, es filosófica: ¿aceptamos que la imagen humana sea un recurso explotable como un decorado más? ¿O defendemos que la presencia —esa mezcla irrepetible de biografía, técnica y misterio— sigue siendo insustituible?
No estamos ante el fin del actor, pero sí ante un cambio que obliga a repensar su estatus. Si el siglo XX elevó la figura del intérprete al rango de mito, el XXI parece querer convertirlo en un asset digital. Y tal vez sea ahora, antes de que la lógica de la eficiencia nos arrastre, cuando debamos exigir una conversación más honesta: sobre trabajo, sobre arte, sobre identidad. Sobre qué queremos ver cuando miramos una pantalla.
Porque la tecnología puede crear rostros perfectos. Pero sólo las personas pueden crear presencia.
