Naiara Cabezas
Alfonso Goizueta (Madrid, 1999) nos habla de su última novela «El sueño de Troya», centrada en la figura del arqueólogo Heinrich Schliemann y su obsesiva búsqueda de la legendaria ciudad de Troya. A través de su experiencia personal, nos lleva a reflexionar sobre los límites entre realidad y ficción, la obsesión como motor creativo y el legado ambiguo de los grandes descubrimientos arqueológicos.
1.¿Cuáles fueron tus motivaciones para escribir una novela centrada en la figura de Heinrich Schliemann?
Lo que más me llamó la atención, y creo que es el tema central de la novela, es la obsesión. Esta es la historia de un hombre absolutamente obsesionado, casi padeciendo monomanía. No concebía su vida si no era en función de encontrar esta ciudad mítica. Me interesaba mucho explorar cómo esa obsesión lo transformó y cómo afectó también a quienes le rodeaban.
No es un personaje fácil de escribir: maltratador en muchos casos, impostor, mentiroso… pero también un visionario y un genio. Tratar esa dualidad, esa oscuridad, ha sido difícil, pero también fascinante.
2.¿Cómo fue el proceso de documentación sobre Troya, el Imperio Otomano y los personajes históricos que aparecen en la novela?
Como en toda novela histórica, la documentación es fundamental. En este caso, mi fuente principal fue la autobiografía de Schliemann, que es un texto muy novelesco en sí mismo. Él mismo se inventaba muchas cosas y distorsionaba la realidad constantemente. Así que leerlo era como sumergirse en una novela dentro de otra.
Y eso encaja muy bien, porque esta es una novela sobre mentirosos e impostores. La ficción y el engaño también son protagonistas. Por eso decidí no trazar líneas claras entre realidad y ficción: en la vida real tampoco estaban tan claras.
3.¿Tuviste dificultades para equilibrar historia y ficción?
No especialmente, porque gran parte de la novela es ficticia. El narrador no es Schliemann, sino un personaje inventado que observa y narra lo que sucede a su alrededor. Tampoco sigue una estructura cronológica estricta. El tiempo en esta historia es extraño, casi onírico, como si los propios personajes no supieran exactamente en qué momento viven ni qué están excavando realmente.
A diferencia de mi anterior novela, La sangre del padre, que seguía una cronología clara ligada a la vida de Alejandro Magno, aquí la estructura responde más a la percepción subjetiva del narrador y su forma de recordar y reconstruir.
4.Has llegado a describir esta novela como “autobiográfica”. ¿En qué sentido?
Sé que suena raro decir que es autobiográfica cuando hablamos de un arqueólogo del siglo XIX, pero lo es en un sentido emocional. Cuando empecé a escribirla, estaba en una etapa de incertidumbre. Acababa de ganar el Premio Planeta y sentía mucha presión. No sabía si podría volver a escribir, si aquello había sido solo un golpe de suerte.
Y me di cuenta de que yo también estaba buscando algo que no sabía si existía: mi siguiente historia. Igual que Schliemann buscaba Troya, yo buscaba mi próxima novela. En cierto momento, sentí que también estaba excavando a ciegas, sin saber si encontraría lo que quería ni si lo reconocería al tenerlo delante.
En ese sentido, esta novela trata algo muy humano: la pregunta de si somos dueños de nuestros sueños o esclavos de ellos.
5. ¿Crees que el descubrimiento de Troya cambió nuestra visión de la historia?
Alfonso: Sí, sin duda. El mito de Troya es uno de los grandes relatos fundacionales de la cultura occidental. El hallazgo de Schliemann —aunque no exactamente como él lo imaginaba— hizo tambalear nuestras certezas y abrió nuevas puertas a la arqueología y la historia.
Eso sí, no podemos olvidar que Schliemann formó parte de esa tradición del siglo XIX en la que los arqueólogos eran, en parte, aventureros y, en parte, saqueadores. Participó en un expolio que dispersó los restos de Troya por Grecia, Berlín o Rusia. Y además hay una gran controversia sobre si realmente él fue el descubridor.
6. ¿Entonces no fue Schliemann el único responsable del hallazgo?
Alfonso: No, claro que no. Sin Frank Calvert, Schliemann jamás habría encontrado Troya. Calvert era un arqueólogo profesional que llevaba décadas investigando la zona. Fue él quien le señaló el lugar correcto. Pero Schliemann era muy ambicioso y tenía una personalidad devastadora. Al final, logró borrar casi por completo a Calvert de la historia, relegándolo a una nota a pie de página. En sus memorias, solo lo menciona una vez y lo llama «astuto ingeniero».
Es una historia triste, una de esas en las que una figura queda arrollada por la megalomanía de otra. Pero también es parte del relato: sin Schliemann, Troya no habría sido descubierta. Y sin Calvert, Schliemann nunca la habría encontrado.
7. ¿Crees que todavía quedan mitos por descubrir, como ocurrió con Troya?
Sí, quiero pensar que sí. La vida necesita de esa mística. En La sangre del padre, por ejemplo, también se plantea el misterio de la tumba de Alejandro Magno. Otro de esos enigmas que se convierten en santos griales de la arqueología.
Pero al final, ir tras esas leyendas no es solo una búsqueda histórica. Es también una forma de explorarnos a nosotros mismos, de enfrentarnos a nuestras propias ambiciones y sueños.
8.¿Tienes pensado seguir explorando temas arqueológicos en futuras novelas?
No lo sé. No elegí Troya ni la arqueología porque fueran “temas interesantes” en sí mismos, sino porque me servían para contar una historia sobre la obsesión, la frustración y el choque entre sueños y realidad.
No me planteé escribir una novela sobre arqueología, sino una novela sobre una parte muy concreta del alma humana. En este caso, tema y trama coincidieron. Si vuelvo o no a la arqueología dependerá de si vuelve a servirme para contar lo que quiero contar.