Barbara Sarrioandia

La función de Adriana Lecouvreur que ABAO presentó el pasado viernes en el Euskalduna tuvo algo de esos relatos que se despliegan sin prisa, con claridad y con la intención de hacer que el público se deje llevar. No buscó sobresaltos ni interpretaciones rupturistas: se apoyó en la belleza melódica de Cilea, en un reparto sólido y en una puesta en escena que apostó por la luz y la tradición. El resultado fue una representación serena, cuidada y de gran coherencia.

Desde el foso, Marco Armiliato marcó el rumbo con una lectura refinada y consciente del estilo de Cilea. Su dirección destacó por la elegancia con la que moldeó los colores de la Bilbao Orkestra Sinfonikoa, que respondió con un sonido claro, pulido y de gran atención al detalle. La orquesta respiró con los cantantes y acompañó cada transición con naturalidad, especialmente en los interludios del acto II y en el tramo final de la ópera, donde el posromanticismo de Cilea brilló con una calidez especial.

En escena, Maria Agresta ofreció una Adriana de sensibilidad creciente. Su entrada inicial fue delicada, pero fue ganando profundidad emocional conforme avanzaba la historia. El monólogo de Fedra del tercer acto y el aria “Poveri fiori” del cuarto fueron dos de los momentos más intensos de su interpretación, sostenidos con un fraseo cuidado y una presencia escénica íntima y elegante.

Jorge de León, como Maurizio, desplegó su característico ímpetu vocal. Su línea de canto se asentó especialmente a partir del segundo acto, donde combinó potencia y expresividad con mayor equilibrio. En el dúo final junto a Agresta, ambos lograron un clima de emoción sincera, sostenido por la orquesta con una textura casi etérea.

Carlos Álvarez como Michonnet aportó nobleza y calidez. Su personaje —amigo fiel, sombra discreta, corazón silencioso— quedó trazado con serenidad y oficio. Cada frase resultó clara, cuidada, con esa elegancia que caracteriza su canto. Brilló de manera especial en el último acto, donde su presencia actoral y vocal añadió hondura a la escena final.

Silvia Tro Santafé, como Princesa de Bouillon, ofreció un papel firme, bien proyectado y con una presencia escénica marcada. Su interpretación combinó carácter y sutileza, haciendo que sus escenas con Adriana resultaran especialmente jugosas en lo teatral. El reparto se completó con buenas intervenciones del Abate de Jorge Rodríguez-Norton, del Príncipe de Bouillon de Luis López y del dinámico grupo de actores de la Comédie-Française. El Coro de Ópera de Bilbao, aunque con una participación breve, sonó compacto y bien empastado.

La producción escénica de Mario Pontiggia —coproducción con el Teatro Lírico de Cagliari— optó por un enfoque clásico y luminoso. El traslado de la trama a la Belle Époque funcionó con naturalidad, permitiendo una lectura elegante sin alterar el libreto. La escenografía de Antonella Conte, cálida y ordenada, facilitó el movimiento de los personajes y dibujó un entorno visualmente agradable. El vestuario de Marco Nateri sumó color y estilo, especialmente en las escenas de conjunto, mientras que la iluminación contribuyó a crear atmósferas nítidas y envolventes.

En esta Adriana Lecouvreur, lo que prevaleció fue la armonía entre todos los elementos: la música, las voces, la escena y el tono general de la velada. No hubo grandes sobresaltos ni excesos, sino una interpretación equilibrada, respetuosa y bien construida, que permitió disfrutar plenamente del lirismo y el refinamiento que hacen de esta ópera una obra tan querida.

Una noche de teatro musical en la que la belleza se impuso con naturalidad, y que confirma el buen pulso con el que ABAO avanza en esta nueva temporada.