Por Barbara Sarrionandia

Vogue acaba de marcar un antes y un después: por primera vez, una modelo creada con inteligencia artificial aparece en sus páginas, en un anuncio de Guess. La imagen es impecable, luminosa, perfectamente simétrica. También es profundamente preocupante. Porque tras el destello tecnológico vuelve a colarse un viejo fantasma: los estándares de belleza imposibles que durante décadas han marcado el cuerpo de las mujeres.

La moda ya había comenzado un camino, lento pero significativo, hacia la diversidad. Modelos trans, con hiyab, de tallas grandes, con pieles y cuerpos distintos fueron ocupando espacios en campañas y pasarelas. No era una victoria definitiva, pero sí un mensaje: la belleza no tiene un molde único. Ahora, el aterrizaje de las modelos generadas por IA amenaza con borrar esos avances. No hablamos de rostros reales retocados en Photoshop, hablamos de mujeres que jamás han existido, creadas ex profeso para encarnar un canon tan estrecho como rentable: jóvenes, delgadas, blancas, sin imperfecciones.

El problema no es la tecnología en sí, sino cómo se usa. La IA puede ayudar a imaginar probadores virtuales, crear campañas más sostenibles o democratizar la moda digital. Pero cuando se emplea para fabricar mujeres inalcanzables, el mensaje que envía es devastador: ni siquiera las modelos de carne y hueso son suficientes, hay que inventar unas nuevas que se ajusten aún más al ideal patriarcal.

Las creadoras de la agencia detrás de este proyecto defienden que “no es tan distinto a lo que siempre ha hecho la moda”. Y quizá tengan razón: la obsesión por la perfección ha sido el negocio de la industria durante décadas. Pero normalizar que ahora esa perfección sea directamente irreal es un salto atrás. Es legitimar un canon que no admite arrugas, estrías, diversidad ni humanidad.

No es casual que los cuerpos diversos tengan menos “tracción” en redes sociales, como alegan las responsables del anuncio. Ese argumento desnuda otra verdad incómoda: no basta con culpar a las marcas, también debemos mirarnos como sociedad. Mientras sigamos premiando con “me gusta” solo a las imágenes pulidas, seguiremos alimentando la máquina que reduce la belleza a un algoritmo.

La inteligencia artificial puede ser una aliada si amplía los horizontes de representación; pero si se limita a producir cuerpos imposibles, no es innovación, es un disfraz del patriarcado con estética digital. Vogue puede decir que fue solo publicidad, no una decisión editorial, pero su peso simbólico es evidente. Y lo que está en juego no es un vestido de rayas ni un mono floral: es quién decide qué cuerpos son visibles y cuáles se borran del imaginario colectivo.

En tiempos donde los trastornos alimenticios siguen creciendo y las adolescentes miran a pantallas que les dictan cómo deberían lucir, la pregunta es urgente: ¿queremos un futuro donde las mujeres compitan no solo contra ideales irreales, sino contra modelos que ni siquiera existen?

La moda tiene dos caminos: usar la IA para reforzar las viejas cadenas o para romperlas. Ojalá elija lo segundo.