Barbara Sarrionandia
Si uno abre TikTok estos días y escribe “AI boyfriend”, el algoritmo se encarga de hacer el resto: cientos de cuentas que simulan parejas perfectas, novios que te mandan audios cariñosos, te preguntan cómo ha ido el día y te prometen, con voz aterciopelada y sonrisa sintética, un amor sin desencuentros. No es un fenómeno menor ni anecdótico. Según datos de Statista y análisis de Business Insider, las aplicaciones de acompañamiento emocional basadas en IA (como Replika, Paradot o RomanticAI) han experimentado crecimientos superiores al 300% entre 2023 y 2024. TikTok, por su parte, registra un aumento cercano al 400% en cuentas automatizadas que se presentan como “parejas virtuales”, una tendencia que plataformas de análisis social como HypeAuditor llevan meses señalando.
La llamada “compañía sintética” no es nueva, pero sí ha encontrado su explosión cultural. Y lo ha hecho en un momento delicado: en un mundo hiperdigitalizado donde la soledad es ya un fenómeno de salud pública (la OMS habla de una “epidemia silenciosa”), la idea de un novio disponible 24/7, programado para validar, escuchar y responder sin fisuras, resulta tentadora. No sorprende que Replika reconociera en 2024 que el 40% de sus interacciones se enmarcan dentro de vínculos de tipo romántico, un porcentaje que la comunidad psicológica observa con inquietud.
El auge tiene algo de fascinante y de inquietante a la vez. Fascinante porque revela una nueva frontera de la tecnología emocional: modelos de lenguaje entrenados para expresar afecto, imitar intimidad y sostener conversaciones de apoyo. Inquietante porque plantea preguntas que nadie sabe responder del todo. ¿Qué ocurre cuando una generación entera aprende a relacionarse con un interlocutor que nunca dice “no”, nunca se frustra, nunca marca límites? ¿Qué pasa cuando la validación constante, fabricada por máquinas, empieza a competir con la complejidad (y la imperfección) de los vínculos humanos?
Los psicólogos llevan tiempo advirtiendo de los riesgos. El Royal College of Psychiatrists en Reino Unido alertó en 2024 de que las apps de acompañamiento emocional pueden generar dependencia afectiva, aumento de ansiedad y deterioro de habilidades sociales si se convierten en sustitutos de relaciones reales. Y aunque los desarrolladores insisten en que estas herramientas están pensadas como un complemento, las redes cuentan otra historia: usuarios que lloran cuando su “novio” deja de responder, jóvenes que confiesan pasar horas en chats románticos sintéticos y vídeos donde la relación con una IA se celebra como “más sana que la vida real”.
No es casualidad que este boom estalle en TikTok, la misma plataforma donde la intimidad, el deseo y la performatividad se mezclan sin fricciones. Allí, los “AI boyfriends” funcionan como espejos halagadores: son tan atractivos como los filtros, tan serviciales como un asistente, tan predecibles como un algoritmo entrenado para agradar. Es, en cierto modo, la materialización del amor bajo demanda.
Pero detrás del susurro perfecto de estos novios digitales hay preguntas más grandes. ¿Quién diseña sus personalidades? ¿Qué sesgos emocionales arrastran? ¿Qué datos extraen sobre nuestras vulnerabilidades? Y, sobre todo, ¿qué modelo de afecto transmiten? Porque si la tecnología moldea la cultura (y ya lo hace), estos romances sintéticos podrían terminar definiendo qué esperamos del otro en la vida real: una versión domesticada del conflicto, del deseo y de la intimidad.
La tecnología siempre ha prometido facilitarnos la vida. Lo consigue muchas veces. Pero cuando empieza a ofrecernos relaciones empaquetadas, el riesgo es confundir compañía con conexión, presencia con acompañamiento real. Quizá los “AI boyfriends” no vayan a destruir la vida emocional contemporánea, pero sí nos obligan a mirarnos al espejo. Y preguntarnos por qué una generación entera está encontrando más consuelo en voces generadas por máquinas que en el imperfecto, incómodo y profundamente humano arte de relacionarnos.
Tal vez el verdadero síntoma no sea el auge de los novios artificiales. Quizá lo preocupante sea lo que revela: que la soledad ya no es un problema individual, sino un terreno fértil donde la tecnología, cuando se disfraza de afecto, encuentra su mercado más dócil.
