Por Barbara Sarrionandia
Solo el 12 % de las empresas vascas utiliza inteligencia artificial. El dato, recogido en el último barómetro de la economía digital, parece técnico, pero encierra algo más profundo: una brecha que no es solo tecnológica, sino cultural. En un momento en que los algoritmos definen la competitividad y la eficiencia de los negocios, miles de pequeñas y medianas empresas siguen operando de espaldas a una transformación que ya es estructural.
La digitalización no es solo una cuestión de herramientas, sino de mentalidad. Implica asumir que la innovación no es un lujo reservado a las grandes compañías, sino una necesidad de supervivencia. Sin embargo, buena parte del tejido productivo vasco —y español— continúa atrapado entre la falta de recursos, la inercia y el miedo a lo desconocido. Para muchos autónomos, hablar de IA sigue siendo hablar de ciencia ficción, no de productividad.
El Gobierno Vasco ha destinado 141 millones de euros en ayudas para formación y empleo vinculados a la transformación digital, y más de 300.000 personas han participado en programas de capacitación. Es un esfuerzo relevante, pero aún insuficiente si la tecnología no llega a quienes más la necesitan: los talleres, los comercios, las cooperativas, los proyectos familiares que sostienen la economía real. La innovación solo tiene sentido si permea, si se reparte, si democratiza las oportunidades.
La inteligencia artificial promete optimizar procesos, anticipar tendencias y liberar tiempo. Pero también plantea un riesgo: que las pymes queden relegadas a un segundo plano en una economía cada vez más automatizada. La brecha no es solo entre quienes tienen acceso a la tecnología y quienes no, sino entre quienes la entienden y quienes la padecen.
Y en esa ecuación falta todavía otro factor: la diversidad. Como recordaba recientemente la cofundadora de Women Angels for STEAM, Pilar Trucios, las mujeres siguen infrarrepresentadas en el emprendimiento tecnológico y apenas reciben financiación. Sin ellas, el ecosistema digital corre el riesgo de repetir los mismos sesgos de siempre, ahora envueltos en lenguaje técnico.
La inteligencia artificial no va a sustituir al factor humano, pero sí lo redefine. Obliga a repensar el valor del conocimiento, de la intuición, del criterio. La tecnología no es el destino: es el medio. Lo verdaderamente transformador no es usar IA, sino hacerlo con propósito. Porque una empresa —como una sociedad— no se mide por la cantidad de datos que genera, sino por su capacidad de convertirlos en futuro.